“Era como estar sumergido en la nada misma,
como estar encerrado en el lugar más libre del mundo, como estar libre en una
jaula. Era como estar muerto. Mirara a donde mirara un paisaje negro me seguía,
no se podía ver una mínima luz, un relieve, un horizonte, una pared o una
línea. Ni siquiera podía ver el suelo, podría haber estado flotando o
caminando, era imposible saberlo. Era como tener los ojos cerrados, o como
estar ciego. Quizás haya estado ciego, no lo descarto.
Lo único que podía hacer era escuchar. Era lo peor que podía hacer.
Voces graves decían de forma muy lenta mi nombre. Vaya a donde vaya, siempre
las sentía detrás de mí. Por momentos las sentía muy cerca, tanto que la
espalda me temblaba y se me ponía la piel de gallina. Intenté tirar golpes
hacia todos lados, grité desesperado, y no conseguía nada. Quizás haya estado
inmóvil.
No
te podría decir cuánto tiempo estuve corriendo, gritando y llorando en esa oscuridad
eterna. Pero de un momento a otro dejé de sentir el cuerpo. Una pequeña luz delante
de mi cabeza me dio la certeza de que no estaba ciego. Pude ver unos ojos
también, sí, eran ojos, estoy seguro. No eran ojos normales, y aunque apenas se
veían al lado de la luz, me di cuenta de eso por su extraña forma.
Definitivamente no eran redondos, lo juro, aunque no podría explicarte bien.
Un tiempo después pude oír sus voces. Sus tonos parecían de un bebé con
apenas dos o tres años, pero... más escalofriantes, más malignos. No sé cómo
describírtelas. La voz de ningún bebé del mundo te puede dar tanto miedo como
aquellas voces. No entendía lo que decían, parecía un idioma extraño. Quizás
haya estado algo inconsciente.
La luz se apagó. Volví a sentir el cuerpo, pero no podía moverlo. Las
voces seguían taladrándome la cabeza sin dejarme pensar. Sentí que me cortaban
el brazo. Ese filo sólo podía ser de un bisturí. Pude notar la sangre
recorriendo mi mano. Alguien estaba haciéndome algo en el hueso.
En ese momento mi cabeza traía un solo recuerdo: una noche, creo que la
última noche. La luna llena brillaba más fuerte que nunca. Mis hijos habían
terminado de comer y subieron al cuarto. Me senté en el sofá para tener un rato
solitario de lectura en la sala de estar. Se cortó la luz. Sentí pasos
alrededor. Los chicos gritaban desesperados. Traté de levantarme pero sentí un
tirón en el pelo y…
Escuché un ruido en el hueso, como si lo hubieran quebrado. El peor
dolor que podrías imaginar. No podía gritar ni moverme, entré en pánico. El
dolor aumentaba cada vez más y las voces rechinaban cerca de mi oreja. Eran
cada vez más voces, y más agudas. Aumentaron durante no sé cuánto tiempo, mi
desesperación crecía al no encontrar reacción alguna. Las voces comenzaron a
reír, sí, ¡te juro que eran risas! Simplemente no aguanté más. Mi mente se puso
en blanco… y no recuerdo más nada. Quizás me haya desmayado.
Hoy no sé realmente si estoy hablando con alguien o sigo soñando, o si
todo fue real y el sueño es esto que vivo ahora, o si estoy vivo o muerto.
Perdí noción del tiempo y de la realidad. El miedo todavía me acecha cada
noche. Nunca más pude ver a mis hijos ni a mi mujer. No sé dónde están. Tengan
cuidado, por favor. No desearía que pasen por lo mismo. El próximo puede ser
cualquiera de ustedes…”
Micaela
vio al costado de la nota la foto de una supuesta cicatriz en el brazo. No
creía mucho en esas cosas. Sin embargo, le gustaba leerlas; quizás para pasar
el rato, o reírse de la gente que las contaba. Cerró el diario y decidió que
era el momento ideal para dormir en esa hermosa noche de luna llena. Lo
guardó en un cajón, aún riéndose, y partió hacia su cuarto. Fue ahí cuando
sintió un tirón en el pelo.
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